Por: Ramón Mendoza Lugo.
Caminaban alegremente por la sierra, el hombre, el joven y las bestias de carga, disfrutando la campiña en primavera, engalanada con vergeles en risueños arroyuelos, pasmados con el prodigio que la madre tierra les ofrecía, además del soberbio espectáculo, el agua y el alimento que los impulsaba a continuar con su misión de conquistar terrenos mineros para la empresa que los empleaba.
Ciertamente esos terrenos ya habían sido descubiertos por los mineros exploradores, quienes habían volcado los datos de ubicación de dichos lugares en un “mapa” confeccionado por ellos mismos, señalando las rutas de acceso y las características de cada sitio.
Con tal “mapa” el joven (ingeniero) y el hombre (albañil), con la mula cargada con los enseres necesarios para una campaña de dos semanas, habían partido del campamento minero base de operaciones, hacia rumbos desconocidos a buscar su destino.
Partieron una mañana esplendorosa, despuntando el día, procurando conservar toda su energía antes de que las sendas pedregosas y el azote de sol los agotara prematuramente.
El optimismo de ambos individuos se derramaba hollando caminos agrestes, sin cansancio aparente, encontrando nuevas rutas, nuevos paisajes, gentes nuevas, serranos viviendo en sitios increíblemente alejados de la llamada civilización, morando en una cumbre arbolada o bien en la imponente falda de una montaña, o acaso en una cueva entre los peñascales, pero siempre abrigados por un manantial de agua clarísima que brota del corazón mismo de la aparentemente seca superficie rocosa.
Así errantes, los dos compañeros de misión se desplazaban por la serranía. El albañil, hombre rudo, pero algo soñador, en ocasiones sentía nostalgia y decía en voz alta:
Es bonita la naturaleza,
Cómo resplandece el sol,
Y cómo brilla el campo,
Y en los picachos lejanos
La niebla parece algodón.
Por su parte el joven ingeniero, sumido en sus pensamientos, recordando los años que pasó en las aulas universitarias, ahora que es un hombre libre, en plena comunión con la naturaleza, se pregunta:
¿Por qué estuve años enclaustrado?
Si el amor lo tenía en la montaña,
En murallas de montañas.
Ahí parado tiendo la vista al valle
Y gozo al declinar el sol,
La cumbre aparece dorada
Y se siente la calma por doquier.
De pronto los sueños se rompen al grito del albañil que dice: píquele “Inge” que nos va a agarrar la noche, tenemos que llegar a aquel ranchito. El tal ranchito era una casucha colgando de una colina y que les pareció hermosa pues está humeante, por lo que es seguir que hay gente habitándola.
Al arribar al “refugio”, salieron a su encuentro unas sorprendidas personas quienes con gran asombro les preguntaban: ¿Qué hacen aquí en este solitario lugar? ¿De dónde vienen? ¿Qué andan buscando? ¿De qué andan huyendo?
Aclaradas las cuestiones, los pasaron a la casita adonde “degustaron” un café aguadito y después “cenaron” unas ricas tortillas de maíz, mismas que mojaron en una olla con una agua rojiza, coloreada por el chile y a la cual todos metían su tortilla.
Aquella noche fue larguísima, casi se quedaron sin cigarrillos por compartirlos con los montañeses, quienes acosaron a los peregrinos con toda clase de preguntas acerca de tal o cual pueblo, de cómo vivían actualmente pues salieron de pequeños y jamás han regresado, aquí se hicieron adultos y sus hijos solo conocen la vida del cerro.
Al fin les dieron las buenas noches alojándolos en una pequeñísima choza que servía de granero, adonde durmieron a pierna suelta sobre costales llenos de mazorcas de maíz y haciendo caso omiso de las feroces pulgas.
Al día siguiente partieron nuevamente a continuar su destino, apoyados en la orientación que los montañeses dieron al albañil, quien comprendía perfectamente las señas y detalles que le indicaron para llegar al punto deseado.
Aquella pareja trashumante, émulos de Don Quijote y su escudero, proseguían su caminar por la sierra, apoyado el albañil en el “mapa” proporcionado por los exploradores, y por su parte, el joven ingeniero armado con su teodolito, determinaba las coordenadas geográficas de su posición por medio de observaciones solares en el día, y por la noche, invocaba a Urania, la musa del Parnaso, madre de la Astronomía, y le pedía su inspiración para saber interpretar las constelaciones celestes y encontrar aquellas estrellas que lo posicionarían en lo intrincado de la serranía.
Así, continuaban su incesante caminar por la sierra, guiados por el fabuloso “mapa” de los exploradores, aunque en ocasiones resultaba ininteligible y los conducía por veredas escabrosas excavadas en la roca, cual senderos de cabras salvajes, donde tenían que desmontar y tirar de las cabalgaduras, teniendo a un lado el abismo y al fondo un impetuoso arroyo, con gran cuidado de no pisar piedras falsas y salir rebotando en las salientes de las peñas y caer despedazados hombre y caballo.
Esta accidentada jornada serrana culminó al fin con la identificación de los prospectos mineros propuestos y con la determinación de los datos geográficos de cada lugar por parte del joven ingeniero, conforme a la señalización que con un monumento construyó el albañil en cada uno de esos prospectos.
¡Misión cumplida! Dijeron a una voz el albañil y el “inge”, y sin más preámbulos iniciaron el descenso de la sierra silbando y cantando alegremente y con un solo pensamiento: llegar lo más pronto posible al campamento a descansar y a “comer decente”, lo cual no quiere decir que disfrutaran de una opípara cena, pero eso sí, muy abundante y amablemente servida por una espigada y linda muchacha, hija de “Doña Pelos”, la rubicunda cocinera, dueña de un terrible carácter aligerado por su rico sazón.
Ese descenso de la montaña fue sensiblemente más rápido que el ascenso por varias razones: porque “era de bajada”, porque los senderos ya estaban marcados en el terreno, y por la muy verdadera razón de que el regreso a “la querencia” por parte de los hombres y los caballos, ejerce una atracción tal que obliga a acelerar el paso.
Una vez instalados ambos en el campamento, el albañil hubo de ocuparse en otros menesteres, en tanto el joven ingeniero se trasladó a la ciudad sede de la Agencia de Minería con el objeto de registrar los denuncios de los terrenos identificados en la sierra.
No bien hubo regresado el “inge” de su cometido, ya lo estaba esperando una nueva instrucción: identificar y señalizar una serie de nuevos prospectos mineros ubicados en la cuenca del Río Tepalcatepec, en el mismo estado de Michoacán.
Esta vez la faena se presentaba hasta cierto punto cómoda, en comparación con la jornada serrana antes experimentada, puesto que en el trayecto del camino de herradura se localizaban algunos pueblos pequeños y ranchos agrícolas y ganaderos.
Por segunda ocasión el albañil y el “inge” hubieron de partir juntos a su nuevo destino donde habrían de conocer nuevas experiencias como las que aquí se relatan:
Estaban apenas arribando estas dos personas a un pequeño poblado, montados en sus respectivos caballos, cuando de pronto escucharon un estruendoso tropel de jinetes en sus cabalgaduras disparando sus armas, dirigiendo los balazos hacia los portales de una tienda adonde un militar jovencito disfrutaba las delicias de un refresco de guanábana, quien, al oír los disparos, de inmediato se parapetó tras un pilar repeliendo la agresión vaciando su “45” sobre la polvareda que los jinetes dejaban en el camino.
Pasado el suceso, el subteniente aquel procedió calmadamente a continuar tomando su refresco invitando lo mismo a los dos fuereños recién llegados.
Sin apenas salir de su asombro, los tales fuereños atragantándose el sabroso líquido, escuchaban la conversación de aquel militar quien tranquilamente les confesó:
Miren, amigos míos, no tengan pendiente. Lo que acaba de pasar es sólo una táctica de amedrentamiento, vengan y lo verán, en esta construcción los impactos de las balas están cerca del tejado, nunca me “tiraron” a mí pues únicamente quieren asustarme, pero ya sé quiénes son ellos, son los del Rancho “La Parota”, una bola de bravucones armados que no están de acuerdo con el programa de “despistolización” que lleva a cabo el gobierno, pero ya pronto va a llegar el destacamento militar que pedí y los voy a ir a visitar ¡se va a poner bueno!
Todavía impresionados por las agallas de aquel bisoño militar, se dirigieron a una fonda a tomar alimento y a proveerse de víveres para el camino. Asimismo, obtuvieron información sobre tales y cuales cerros, encaminándose a abarcar el sitio del prospecto minero objeto de su comisión, y después de identificarlo procedieron a su labor de toma de datos y orientación astronómica por parte del joven ingeniero y la construcción del monumento oficial que hizo el albañil.
Continuando con su itinerario, los peregrinos siguieron cabalgando a orillas del Río Tepalcatepec, y después de diez horas de jornada avistaron con alegría un risueño poblado donde seguramente encontrarían alojamiento para la noche.
Continuando su travesía, los dos itinerantes fueron “cubriendo” los prospectos mineros señalados en el “mapa” por los exploradores hasta llegar al último sitio marcado, mismo que se localizaba en los linderos de los estados de Michoacán y Jalisco, sitio cercano a un pequeño poblado regido por una autoridad denominada “Jefe de armas” quien sorprendido por la visita de fuereños a su recóndito y desolado destino, amablemente recibió a los peregrinos brindándoles hospedaje y una sabrosa cena-
Concluida la segunda misión exploratoria, los dos itinerantes, el joven ingeniero y el albañil, se concentraron en el campamento base de la compañía minera, dedicándose cada uno a sus propios menesteres conforme a sus obligaciones y habilidades.
En este campamento convivían personas de toda clase de oficios: mineros principalmente, ingenieros, operadores de maquinaria, transportistas, obreros, capataces, administradores, etc.
Entre los obreros había gente de toda laya: criadores de gallos de pelea, tahúres, vendedores de armas y alcohol disfrazados de comerciantes, en fin, toda la fauna aventurera que se concentra en los grandes “trabajaderos”.
Mucha de esta gente se reunía todas las noches a jugar baraja apostando dinero, generalmente se apostaban mínimas cantidades, sin embargo, algunas veces se calentaban los ánimos y “el monte” o sea, el total de lo apostado crecía sustancialmente.
Un participante asiduo a estas jugadas era precisamente el albañil compañero de misiones del joven ingeniero, y una noche de tantas, en una febril competencia, se calentaron los ánimos y las cantidades por apostar eran cada vez mayores. Los que no podían seguir apostando se iban retirando uno a uno, hasta que llegó el momento en que solo quedaron dos apostadores de calidad: por un lado estaba el jefe de los perforistas quien había estado ganando varias partidas, y por el otro lado estaba nuestro conocido, el albañil, quien ya tenía ganada una buena cantidad de dinero.
La apoteosis de la jugada sucedió cuando ambos jugadores sostuvieron que cada uno tenía las mejores cartas y por tanto era el ganador. La discusión llegó a tal punto que, en una decisión descabellada, el jefe de los perforistas sacó su encendedor y a la voz de “ni para ti, ni para mí” le prendió fuego a “la billetiza”. El estupor hizo presa de todos los presentes, especialmente del albañil, quien en un movimiento rapidísimo efectuó tres relampagueantes acciones: desenfundó su pistola, le vació los seis tiros a su opositor quitándole la vida, y recargando su arma, apagando el fuego y recogiendo todos los billetes al grito de “¿alguien quiere más?”, todos quedaron estupefactos y nadie acertó a decir nada. Fue cosa de cinco a seis segundos y cuando la gente pudo reaccionar, el asesino desapareció en la oscuridad de la noche, dejando a todos los espectadores sumidos en la tristeza, pues el agredido era un hombre por todos apreciado.
Nunca se volvió a saber nada del albañil, se lo tragó la tierra, ni su familia supo que fue de él. Por su parte, el joven ingeniero y los mineros exploradores, quienes habían convivido con él en la sierra, extrañarían su compañía y los alegres cantos que desgañitaba montado en su mula, y en silencio, parecían decirse a sí mismos: yo podría asegurar que este hombre está en algún punto de una lejana sierra que alguna vez avistó cuando estábamos en la cumbre del llamado “pico del águila” y comentó: “cuánto me gustaría irme a vivir en aquel monte boscoso seguramente habitado por venados y otros animales, ¡qué feliz sería en aquellas soledades!